miércoles, 7 de septiembre de 2016

El espacio se curva

Pero pocos años antes del nacimiento de Albert, dos grandes físicos británicos, Faraday y Maxwell, añadieron un ingrediente al frío mundo de Newton: el campo electromagnético. El campo es una entidad real difundida por todas partes, que transporta las ondas de radio, llena el espacio, puede vibrar y ondular como la superficie de un lago, y “pone en circulación” la fuerza eléctrica. Einstein se sentirá fascinado ya de muchacho por el campo electromagnético, que hace girar los rotores de las centrales eléctricas que construye papá, y pronto comprende que también la gravedad, como la electricidad, debe ser transportada por un campo: ha de existir un “campo gravitatorio”, análogo al “campo eléctrico”; e intenta entender cómo puede estar constituido dicho campo gravitatorio y qué ecuaciones pueden describirlo.
Y aquí llega la idea extraordinaria, el puro genio: el campo gravitatorio no está difundido en el espacio: el campo gravitatorio es el espacio. Esa es la idea de la teoría de la relatividad general.
El “espacio” de Newton, en el que se mueven las cosas, y el “campo gravitatorio”, que transporta la fuerza de gravedad, son una misma cosa.
Es una revelación. Una impresionante simplificación del mundo: el espacio ya no es algo distinto de la materia, es uno de los componentes “materiales” del mundo. Una entidad que ondula, se dobla, se curva, se tuerce. No estamos contenidos en una invisible estantería rígida: nos hallamos inmersos en un gigantesco molusco flexible. El Sol dobla el espacio en torno a sí, y la Tierra no gira a su alrededor atraída por una misteriosa fuerza, sino porque discurre en línea recta en un espacio que se inclina. Como una bolita que rodara en un embudo: no hay “fuerzas” misteriosas generadas por el centro del embudo; es la propia naturaleza curva de las paredes la que hacer girar la bolita. Los planetas giran alrededor del Sol y las cosas caen porque el espacio se curva.
¿Cómo describir esta curvatura del espacio? El más grande matemático del siglo XIX, Carl Friedrich Gauss, ‘príncipe de los matemáticos’, había ideado la formulación matemática que describía las superficies curvas bidimensionales, como la superficie de las colinas. Luego le había pedido a un buen alumno suyo que la generalizara a los espacios curvos de tres o más dimensiones. Y el alumno, Bernhard Riemann, había elaborado una pesada tesis doctoral, de las que parecen completamente inútiles.
El resultado era que las propiedades de un espacio curvo son captadas por cierto objeto matemático que hoy conocemos como curvatura de Riemann y representamos con una R. Einstein escribe entonces una ecuación que dice que R es proporcional a la energía de la materia. Es decir, el espacio se curva allí donde hay materia. Eso es todo. La ecuación ocupa media línea, nada más. Una visión –el espacio que se curva– y una ecuación.
Pero dentro de esta ecuación hay todo un universo rutilante. Y aquí se inicia la riqueza mágica de la teoría. Una fantasmagórica sucesión de predicciones que parecen los delirios de un loco, pero que sin embargo han sido todas ellas verificadas por la experiencia.
Para empezar, la ecuación describe cómo se curva el espacio alrededor de una estrella. A causa de esta curvatura, no solo los planetas orbitan alrededor de la estrella, sino que también la luz deja de viajar en línea recta y se desvía. Einstein predice que el Sol desvía la luz. En 1919 se realiza la medición, y resulta ser cierto.
Pero no es solo el espacio el que se curva: también lo hace el tiempo. Einstein predice que el tiempo transcurre más deprisa arriba y más despacio abajo, cerca de la Tierra. Se mide, y resulta ser cierto. Por poca diferencia, pero el gemelo que ha vivido en el mar se encuentra con que el gemelo que ha vivido en la montaña es algo más viejo que él. Y es solo el principio.
Cuando una gran estrella ha quemado todo su combustible (el hidrógeno), termina por apagarse. Lo que queda ya no se sustenta por el calor de la combustión y se colapsa aplastado bajo su propio peso, hasta curvar tan fuertemente el espacio que llega a precipitarse dentro de un auténtico agujero. Son los famosos “agujeros negros”. Cuando yo estudiaba en la universidad, estas eran predicciones poco creíbles de una teoría esotérica. Hoy se observan en el cielo centenares, y son estudiadas con todo detalle por los astrónomos. Pero hay más.
El espacio entero puede extenderse y dilatarse; mejor dicho, la ecuación de Einstein indica que el espacio no puede mantenerse inmóvil, debe estar en expansión. En 1930 se observó, de hecho, la expansión del universo. La misma ecuación predice que la expansión tiene que ser el resultado de la explosión de un joven universo pequeñísimo y calentísimo: es el Big Bang. Una vez más, nadie lo cree, pero las pruebas se acumulan, hasta que se observa en el cielo la “radiación cósmica de fondo”: el difuso resplandor que queda del calor de la explosión inicial. La predicción de la ecuación de Einstein es correcta.
Y, de nuevo, la teoría predice que el espacio se encrespa como la superficie del mar; los efectos de esas “ondas gravitatorias” se observan en el cielo en las estrellas binarias, y encajan con las previsiones de la teoría con la pasmosa precisión de una parte sobre cien mil millones. Y así sucesivamente.
En suma, la teoría describe un mundo colorido y asombroso, donde explotan universos, el espacio se precipita en agujeros sin salida, el tiempo se ralentiza al descender sobre un planeta, y las ilimitadas extensiones del espacio interestelar se encrespan y ondean como la superficie del mar..., y todo esto, que iba surgiendo poco a poco de mi libro roído por los ratones, no era una fábula contada por un idiota en un arrebato de furor, o el efecto del ardiente sol mediterráneo de Calabria, una alucinación sobre el centelleo del mar. Era realidad.
O mejor, una mirada a la realidad, algo menos velada que la de nuestra ofuscada banalidad cotidiana. Una realidad que parece hecha, también ella, de la materia de la que están hechos los sueños, pero, sin embargo, más real que nuestro nebuloso sueño cotidiano.
Todo esto es el resultado de una intuición elemental: el espacio y el campo son una misma cosa. Y de una sencilla ecuación, que no me resisto a copiar aquí; aunque seguramente mi lector no sabrá descifrarla, quisiera que al menos constatara su gran simplicidad: Rab - ½ Rgab =Tab
Eso es todo. Ciertamente, se requiere seguir cierto aprendizaje para digerir las matemáticas de Riemann y dominar la técnica necesaria para leer esta ecuación. Hace falta algo de empeño y esfuerzo. Pero menos del que se necesita para llegar a sentir la enrarecida belleza de uno de los últimos cuartetos de Beethoven. En uno y otro caso, el premio es la belleza, y unos ojos nuevos para ver el mundo.

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