miércoles, 7 de septiembre de 2016

La ciencia demuestra que las predicciones de Einstein eran ciertas

De joven, Albert Einstein pasó un año entero haraganeando ocioso. Si no se pierde el tiempo, no se llega a ningún sitio, algo que los padres de los adolescentes olvidan a menudo. Estaba en Pavía. Había vuelto con su familia tras dejar los estudios en Alemania, donde no soportaba el rigor del instituto. Era a comienzos de siglo, y en Italia se iniciaba la Revolución Industrial. Su padre, que era ingeniero, instalaba las primeras centrales eléctricas en la llanura del Po. Albert leía a Kant y a ratos perdidos asistía a clases en la Universidad de Pavía: por diversión, sin matricularse ni hacer exámenes. Es así como se llega a ser científico en serio.
Luego se matricularía en la Universidad de Zúrich y se sumergiría en la física. Pocos años después, en 1905, enviaba tres artículos a la principal revista científica de la época, los Annalen der Physik. Cada uno de los tres era digno de un premio Nobel. El primero mostraba que los átomos realmente existen. El segundo abría la puerta a la mecánica de los cuantos, de la que hablaré en la próxima lección. El tercero presentaba su primera teoría de la relatividad (hoy llamada ‘relatividad restringida’), la teoría que explica que el tiempo no transcurre igual para todos: dos gemelos se encuentran con que ya no tienen la misma edad si uno de ellos ha viajado a gran velocidad.

Einstein se convierte de repente en un científico de renombre y recibe ofertas de trabajo de varias universidades. Pero algo lo turba: su teoría de la relatividad, por muy célebre que se haya hecho de inmediato, no cuadra con cuanto sabemos sobre la gravedad, es decir, acerca de cómo caen las cosas. Se da cuenta de ello escribiendo una reseña sobre su teoría, y se pregunta si la vetusta y rimbombante “gravitación universal” del gran padre Newton no debería ser revisada a su vez a fin de hacerla compatible con la nueva relatividad. Se sumerge en el problema. Harán falta diez años para resolverlo. Diez años de enloquecidos estudios, tentativas, errores, confusión, artículos equivocados, ideas fulgurantes, ideas erróneas... Por fin, en noviembre de 1915, da a la imprenta un artículo con la solución completa: una nueva teoría de la gravedad, a la que da el nombre de ‘teoría de la relatividad general’, su obra maestra. La “teoría científica más hermosa”, la denominaría el gran físico ruso Lev Landau.
Hay obras maestras absolutas que nos emocionan intensamente: el Réquiem de Mozart, la Odisea, la capilla Sixtina, El rey Lear... Para captar todo su esplendor quizá debamos realizar cierto aprendizaje. Pero el premio es la pura belleza. Y no solo eso: también que nuestros ojos se abran a una nueva mirada al mundo. La relatividad general, la joya de Albert Einstein, es una de ellas.
Recuerdo la emoción cuando empecé a entender algo. Era verano. Estaba en una playa de Calabria, en Condofuri, inmerso en el sol de esta región helénica del Mediterráneo, en la época de mi último año de universidad. En los períodos de vacaciones es cuando mejor se estudia, porque no se tienen las distracciones de la escuela. El municipio de Condofuri está situado en la Bovesia, una zona geográfica de la provincia de Reggio Calabria donde se habla una lengua estrechamente emparentada con el griego antiguo.
Estudiaba un libro con los márgenes roídos por los ratones, ya que lo había utilizado para tapar las madrigueras de esas pobres bestezuelas, por la noche, en la casa desvencijada y algo hippie situada en la colina umbra adonde acudía para huir del aburrimiento de las clases universitarias de Bolonia. De vez en cuando levantaba los ojos del libro para contemplar el centelleo del mar: me parecía ver la curvatura del espacio y del tiempo imaginada por Einstein.
Era como magia: como si un amigo me susurrase al oído una extraordinaria verdad oculta, y de repente apartara un velo de la realidad para desvelar un orden más simple y profundo. Desde el momento en que aprendimos que la Tierra es redonda y gira como una peonza enloquecida comprendimos que la realidad no es como se nos presenta: cada vez que entrevemos un nuevo fragmento de ella nos produce emoción. Otro velo que cae.
Pero entre los numerosos saltos adelante de nuestro saber, ocurridos uno tras otro a lo largo de la historia, el realizado por Einstein probablemente no tiene parangón. ¿Por qué? En primer lugar, porque una vez se entiende cómo funciona, la teoría resulta ser de una simplicidad asombrosa. Resumo la idea:
Newton trató de explicar la razón por la que las cosas caen y los planetas giran. Imaginó una “fuerza” que tira de todos los cuerpos, unos hacia otros: la llamó ‘fuerza de gravedad’. Cómo hacía esa fuerza para tirar de cosas que estaban lejos unas de otras, sin que hubiera nada en medio, era algo que no nos era dado saber, y el gran padre de la ciencia se guardó cautelosamente de aventurar hipótesis. Newton también imaginó que los cuerpos se movían en el espacio, y que el espacio era un gran contenedor vacío, una gran caja para el universo. Una inmensa estantería en la que los objetos discurren en línea recta hasta que una fuerza los hace curvarse. De qué estaba hecho ese «espacio», contenedor del mundo, inventado por Newton, era algo que tampoco nos era dado saber.

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